San Luis embarca para la Cruzada |
continuación del post anterior: árbitro de la Cristiandad
San Luis estaba seguro de que Dios quería de él la liberación de Jerusalén. Y repetía que deseaba salvar las almas de los musulmanes, convirtiéndolos.
Joinville, con todo, para quien la salvación de esos impíos pasaba por el exterminio, se espantaba oyendo las intenciones de tan gran jefe de armas.
En 1240, para librarse de las potencia marítimas italianas cuya politiquería había perjudicado a las Cruzadas anteriores, San Luis IX ordenó la construcción de una inmensa fortaleza y un puerto en el Mediterráneo.
Se abrió una carretera entre los pantanos, se canalizaron pequeñas corrientes de agua, se levantaron murallas y torres de defensa y almacenamiento.
La población local, que hasta entonces vivía en palafitos, se sintió protegida con el surgimiento de la ciudad de Aigues-Mortes, verdadera maravilla arquitectónica a partir de la cual el santo monarca embarcó para las Cruzados – tanto para la séptima, el 25 de agosto de 1248, que duró seis años, cuanto para la octava, en 1270.
En la VII Cruzada el rey desembarcó delante de Damietta, fortaleza que controlaba el acceso al Cairo, sede del Sultán, jefe máximo de los islamitas en Egipto.
San Luis dibujó el plano de ataque. Los caballeros más experimentados desembarcarían primero y establecerían una cabeza de puente para repeler a los contraatacantes moros.
El grueso del ejército desembarcaría después. Entretanto, muchas naves no comparecieron en el día combinado, desviadas por los vientos.
El Santo ordenó el ataque antes de que los musulmanes concentraran más tropas. La flota real y la de los grandes señores impresionaban por su esplendor.
Así, la punta de lanza de la caballería bajó a tierra, fue asediada por un gran número de moros, veloces y hábiles.
La confusión en la playa fue general. San Luis entonces saltó al agua - como describe Joinville – todo armado, magnífico, con casco brillante y armadura de oro, y pisó en tierra junto con sus hombres más fieles.
El pánico se apoderó de los islámicos, que abandonaron la imponente fortaleza.
El santo temió una emboscada y envió observadores al castillo, los que confirmaron la deserción general.
San Luis ataca Damietta |
El Cairo era más poblada que cualquier ciudad de Europa. El único obstáculo en el camino era la fortaleza de Mansurah. Para atacarla era preciso atravesar un brazo del río Nilo que no tenía puentes.
Un beduino denunció un paso, que la caballería atravesó, siendo que la mitad de los caballos iba nadando y la otra mitad pisaba el fondo.
La orden real era de hincar pie mientras el resto del ejército cruzaba el río. Los musulmanes hostilizaban a la caballería, y huían cuando ésta reaccionaba.
El conde de Artois, hermano del rey, perdió la paciencia y fue atrás de los seguidores de Alá, que entraron en la fortaleza dejando las puertas abiertas.
Cuando el conde penetró con los suyos, las puertas de cerraron: era una trampa. La punta de lanza de la milicia real, compuesta de nobles y caballeros de las órdenes Militares, fue masacrada por desobediencia a San Luis.
El rey, que estaba enfermo y comandaba en la retaguardia, percibió la magnitud del desastre. Después de diversos embates, los cruzados fueron desarticulados y el santo cayó prisionero.
San Luis prisionero en Egipto |
Mientras la reina Margarita providenciaba ese dinero en Damietta, San Luis permaneció en una prisión en donde sucedieron hechos singulares.
El sultán Almoadam había quedado ebrio de orgullo con la victoria, pero los mamelucos, que constituían su guardia personal, resolvieron asesinarlo al final del banquete de la victoria.
Almoadam fue herido, huyó hasta lo alto de una torre, de donde cayó ofreciendo en llantos su propio trono a cambio de la vida. Octai, jefe de los mamelucos y los suyos, lo traspasaron con innúmeros golpes.
Inmediatamente, Octai fue hasta la tienda de San Luis con la mano ensangrentada, diciendo:
“Almoadam ya no existe. ¿Qué me darás por haberte liberado de un enemigo que premeditaba tu ruina y la nuestra?”
San Luis no respondió nada. El infiel lo apuntó con la espada y exclamó airado:
“No sabes que yo soy señor de tu persona? ¡Hazme caballero, o serás muerto!”
San Luis respondió “Hazte cristiano, y te haré caballero”. Octai bajó la espada y se retiró sin hacerle mal. (8)
continua en el próximo post: Reordena el Reino de Jerusalén
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