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lunes, 6 de abril de 2015

Reordena el Reino de Jerusalén
San Luis, estadista de la Cristiandad 8

San Luis en la Cruzada
San Luis en la Cruzada

continuación del post anterior: Las Cruzadas


La reina Margarita de Provence salvó Damietta con un puñado de caballeros y reunió el inmenso rescate de 400.000 bizantinos de oro, liberando así al rey, la mayoría de los caballeros y gran parte del ejército prisionero.

San Luis se trasladó a San Juan de Acre, donde consultó a los barones del Reino sobre permanecer o no en Tierra Santa.

La reina madre, Blanca de Castilla había informado que el rey de Inglaterra tramaba invadir Francia y que el reino corría gran peligro. Según Joinville, San Luis explicó:

“Yo no tengo paz ni tregua con el rey de Inglaterra. Pero el pueblo de Tierra Santa quiere impedirme partir. Ellos dicen que si yo me voy, su tierra estará perdida y será destruida y que ellos prefieren salir conmigo. Yo les ruego pensar en esto y responderme en ocho días”.

Estatua de San Luis. Fondo: calle medieval de Jaffa.
Estatua de San Luis. Fondo: calle medieval de Jaffa.
Los nobles, incluidos los dos hermanos del rey y los grandes señores, juzgaron que el estado del ejército exigía volver a Francia, para reorganizarse.

El conde de Jaffa, señor feudal en Tierra Santa, defendió la idea de quedarse, apoyado por Joinville.

San Luis decidió: “Yo vine para proteger el Reino de Jerusalén y no para perderlo. Los que deseen quedarse conmigo hablen con franqueza”. Luis IX autorizó a los otros a partir.

Y se quedó cuatro años intentando poner fin a las discordias entre los príncipes cristianos del disminuido Reino de Jerusalén.

El monarca fortificó los puntos estratégicos y él mismo cargó piedras para construir castillos. Según el historiador Bordonove, San Luis asumió la misión de un rey de Jerusalén sin tener el título.

En su mente, el objetivo de reconquistar Tierra Santa no había cambiado. Él volvió a Francia en 1254, cuando murió su madre.

En el momento de regresar, quiso ser el último a subir en el barco. Su hermano se quejó por el atraso.

El rey respondió: “Conde de Anjou, si yo os soy pesado, libraos de mí; pero nunca abandonaré a mi pueblo”.

El espíritu medieval exigía del gran jefe ser el primero en avanzar y el último en retirarse.

Para Luis IX, el fracaso de la Cruzada fue un castigo por sus pecados, de los de sus nobles y del pueblo de Francia en general.

El reino debería requintar la justicia de su orden jerárquico y sacral con piedad y humildad. Francia entera y él mismo debería ofrecerse a Dios.

Entretanto, languidecían en Europa el heroísmo religioso, la generosidad de alma y la completa entrega a Nuestro Señor Jesucristo.

El rey no encontró apoyos proporcionados y su salud flaqueaba. Pero, apoyado en la promesa divina, zarpó de Aigues-Mortes, rumbo a África, el 2 de julio de 1270.

San Luis mandó construir Aigues Mortes como base y puerto para las Cruzadas
San Luis mandó construir Aigues Mortes como base y puerto para las Cruzadas
Pisando tierra mora, él “ordenó a su capellán que lanzase la proclamación de guerra de parte de Nuestro Señor Jesucristo y de Luis, rey de Francia, su sargento”, contra Túnez, como narra Henri Pourrat.

El verano de aquel año fue abrasador y los pozos de agua estaban contaminados. El ejército fue atacado por el tifus, inclusive el rey, que había entregado al delfín Felipe su testamento espiritual.

Redactado antes de partir, constituía una obra sublime de unión de la Religión y de la política, de la Fe y de la monarquía, de Cristo y de Francia.

La muerte de San Luis
La muerte de San Luis
“Mi buen hijo, la primera cosa que yo te enseño es poner tu corazón en el amor a Dios. Sustenta las buenas costumbres del reino y destruye a los malvados. Trabaja para que todos los villanos pecadores sean barridos de la Tierra y, especialmente, haz todo lo que te sea posible para reprimir las herejías y blasfemias”. (9)

Sus más próximos le oyeron murmurar con insistencia: “¡Jerusalén! ¡Iremos a Jerusalén!”. Fue su último deseo.

Acostado sobre un lecho de cenizas en forma de cruz, con las manos cruzadas sobre el pecho y la mirada puesta en el Cielo, entró en el Paraíso y en la Historia el día 25 de agosto de 1270, a los 56 años de edad.

Carlos de Anjou, su hermano, infligió una disuasiva derrota a los sarracenos; el sultán de Túnez aceptó un tratado favorable a los cristianos y la Cruzada terminó.

El cuerpo del monarca fue trasladado a Sicilia, donde reinaba Carlos, e inhumado en la catedral de Monreale, cerca de Palermo.

Sus huesos fueron llevados a la Catedral de Notre Dame en París, y su disputa como reliquias fue tan grande, que hoy se encuentran dispersos en los más variados lugares de Francia.



continúa en el próximo post: “Una especie de rey eterno”


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