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lunes, 1 de diciembre de 2014

Rey mientras que santo y santo mientras que rey
San Luis, estadista de la Cristiandad 2

San Luis recibe enviados del Viejo de la Montaña, o Príncipe de los Asesinos,  secta islámica. Guy-Nicolas Brenet  (1728 — 1792)
San Luis recibe enviados del Viejo de la Montaña, o Príncipe de los Asesinos,
secta islámica. Guy-Nicolas Brenet  (1728 — 1792)
Luis Dufaur








Continuación del post anterior: Cachorro de León

San Luis habría preferido vivir en un monasterio, en la abstinencia y en la meditación, explicó en conferencia el renombrado historiador Georges Bordonove.

Entretanto, nació en una cuna de oro agitada por la Historia y con una misión divina: regir a la hija primogénita de la Iglesia y tornarse el árbitro de la Cristiandad en el siglo XIII. Su aspiración a la santidad fue realizada en la responsabilidad tremenda de monarca y estadista europeo.

“Él sabía comparecer en grande pompa, acoger con fausto, daba fiestas y festines cuando era necesario. Respetaba altamente su condición de rey.

“Pero en la vida privada ignoraba el lujo, mezclaba mucha agua en el vino y en los temperos para quitarles el gusto.

“Cuando iba a las procesiones, llevaba calzados sin suela para ocultar que caminaba con los pies descalzos, en el barro o en el pedregullo, pues la calles de París no estaban pavimentadas”, explicó Bordonove.

Según el historiador Henri Pourrat, San Luis era “rubio, delgado, de hombros un poco curvados, alto y de fisonomía serena. Joinville dijo de él `Os aseguro que nunca visteis un hombre de tan bella apariencia, cuando armado, Y, más aún, era el más altivo cristiano que los paganos jamás conocieron´”.

El aspecto físico expresaba su valor moral. San Luis IX fue uno de los hombres más extraordinariamente bien presentados de su reino. ¡Y Francia, como siempre, el fulcro del buen gusto y de la elegancia!

Pero también “era un soldado intrépido, hábil en la ora de conducir una carga de caballería, poniendo en riesgo en primera línea a su persona, llevando un yelmo dorado que se destacaba por arriba de todos los barones del reino y que lo tornaban albo natural de los disparos.

Mientras tanto, tenía horror por la sangre derramada, y después de la batalla se empeñaba en cuidar de los heridos y salvar a los prisioneros de los abusos”, agrega el historiador Bordonove.

San Luis inquietaba hasta a sus capellanes, que temían por su salud. Él salía de sus éxtasis o meditaciones casi agotado, en el límite del desmayo.

Pero sabía ser el más brillante de la corte, distinguido, generoso y alegre, en el protocolo oficial y en la vida privada.

Se reía a gusto, daba a veces carcajadas, pero nunca a expensas de alguien y jamás permitiendo una expresión grosera u ofensiva.

En él, el jefe de guerra era la otra cara del místico.

El hombre piadoso y amante de la virtud de la pobreza constituía la otra cara del monarca más brillante de Europa.

El tacto del diplomático revertía en la caridad del limosnero, y la suavidad del santo, y en la astucia sagaz del diplomático.

Él se tornó el árbitro de los conflictos de Europa y de la Cristiandad en el siglo XIII porque fue santo, y fue santo porque practicó heroicamente las virtudes en el ejercicio político del más requintado trono de Europa y del más terrible de los ejércitos de la Cristiandad.

Una cosa estaba contenida en la otra y eran perfectamente inseparables, al punto de que, si hubiese flaqueado en el desempeño monárquico, no habría sido santo, y viceversa.

Él fue rey cristianísimo como ninguno de sus sucesores. Y el fiel por excelencia del Papado hasta cuando decía, con inflexible lógica e inmenso respeto, algunas verdades al propio Papa y a los obispos de varios ducados del reino.

Continúa en el próximo post: El banquete de Saumur


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