Todas las miradas en seguida se volvieron para la barrera que se abrió, dando pasaje a un caballero de mediana estatura, pero pareciendo, por el modo como llevaba su lanza y maniobraba el caballo, ser tan vigoroso cuanto hábil.
Cada uno fijó los ojos sobre su escudo para ver si presentaba alguna divisa por la cual pudiese ser reconocido; el escudo traía sus armas, que eran tres águilas de oro con las bocas abiertas y el vuelo preparado, distribuidas en dos y una, con un flor de lis de Francia cocida en el ápice.
El Conde de Salisbury lo reconoció como siendo el joven caballero que, al día siguiente del embate de Buironfosse, había atravesado, bajo las órdenes del Rey de Francia, Philippe de Valois, el pantano que separaba los dos ejércitos, y estuviera, sin encontrar oposición, reconociendo el bosque que cubría la pendiente de la montaña en la cumbre de la cual él había clavado su lanza.
En su partida, Philippe lo había armado caballero con sus propias manos, y, cuando volvió, contento con el coraje de que diera prueba, lo había autorizado a agregar a su blasón una flor de lis: esto en términos heráldicos se denominaba cocer en el ápice.
El joven caballero, al entrar en la lid, había despertado un movimiento de curiosidad tanto más vivo cuanto que él se presentaba con armas de guerra.
Avanzó con la cortesía que, desde esa época, hacía distinguir la nobleza de Francia.
Deteniéndose primero delante de la Reina, a quien saludó al mismo tiempo con la lanza y la cabeza, bajando la punta de la lanza hasta el piso e inclinando la cabeza hasta el pescuezo de su caballo. Después, haciéndolo empinar, lo forzó a girar sobre sí mismo.
Entonces, sin apuro ni lentitud, él mismo avanzó, para tributar sin duda una honra mayor a su adversario, en dirección a la tienda donde estaba retirado Eduardo y, con el hierro de su lanza, tocó audazmente la targa de guerra.
Luego bajó a la arena, haciendo a su cabalgadura ejecutar los ejercicios más difíciles de equitación.
Por su lado, el Rey salió de su tienda e hizo traer otro caballo cubierto de armadura completa.
Pero por más seguro que él pudiese estar de sus escuderos, examinó con una atención toda especial el modo por el cual estaba equipado el corcel.
Sacando enseguida su espada,, se certificó de que la lámina era tan buena cuanto linda era la empuñadura.
Después, haciendo prender del pescuezo otra targa, subió en su cabalgadura tan ágilmente como lo podía hacer un hombre cubierto de hierro.
La atención de los espectadores era grande, pues, aún que Messire Eustache de Ribeaumont hubiese colocado en su desafío toda la cortesía posible, no era menos evidente que esta vez era una verdadera justa, y aunque no fuese animada por ningún odio personal, la rivalidad de las dos naciones debía darle un carácter de gravedad que no podían tener los embates que la precedieron.
Así, Eduardo fue a tomar su lugar en la arena, en medio del más profundo silencio.
Messire Eustache, viéndolo llegar, puso su lanza en ristre. Eduardo hizo lo mismo. Los jueces de campo gritaron con voz fuerte: “¡Dejad ir”, y los dos campeones se lanzaron uno contra el otro.
El caballero había dirigido su lanza contra la visera, y el Rey la suya contra la targa, y los dos apuntaron tan precisamente, que el yelmo de Eduardo le fue arrancado de la cabeza, mientras su lanza había golpeado con tal fuerza al caballero, que se quebró a un pie del hierro, más o menos, y un pedazo quedó incrustado en la armadura.
Por un instante se pensó que Messire Eustache estaba herido, pero el hierro, atravesando la armadura había parado en la cota de malla, de forma que, viendo por el murmullo que se había levantado por causa del temor de los espectadores, él mismo arrancó el hierro y saludó una segunda vez a la Reina, como señal de que no tenía ninguna herida.
El Rey retomó otro yelmo y otra lanza y cada uno, habiendo hecho un giro y retornado a su lugar, los mariscales dieron nuevamente la señal. Esta vez, los campeones escogieron un albo semejante y se golpearon en pleno pecho.
El golpe fue tan violento que los dos caballos levantaron las patas delanteras, pero sus dueños permanecieron en las sillas de montar, parecidos a pilares de bronce. En cuanto a las dos lanzas, se rompieron como vidrio y las estillas saltaron hasta las gradería donde estaba el pueblo.
Los escuderos se aproximaron entonces con nuevas lanzas. Cada uno se armó con la suya y, llegando a su lugar, se aprontó para una tercera justa.
Continúa en el próximo post
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