Torneo reeditado en Kaltenberg, Alemania |
Al mediodía, veinticuatro trompetas salieron tocando del castillo, en medio de aclamaciones de la multitud, a la que anunciaban por fin el espectáculo tan impacientemente esperado por ella desde la mañana.
Las trompetas eran seguidas de sesenta corceles equipados para la justa y montados por escuderos de honra portando gonfalones que mostraban los blasones de sus amos.
Después de los escuderos venían el Rey y la Reina, ornados con sus vestiduras reales, teniendo en la cabeza la corona y el centro en la mano, e entre ambos, sobre un lindo corcel cuyas crines doradas pendía hasta el piso, el joven Príncipe de Gales, el futuro héroe de Crécy y Poitiers, que iría hacer en el torneo su aprendizaje de guerra.
Detrás de ellos cabalgaban mezclados doscientos o trescientos caballeros cubiertos de armas brillantes, con escudos dibujados con blasones o divisas, de visera levantada o bajada, caso quisiesen ser reconocidos o permanecer incógnitos.
En fin, el desfile terminaba con una multitud incontable de pajes y lacayos, unos sustentando en el puño halcones encapuzados, otros conduciendo perros que en el pescuezo llevaban banderillas con las armas de sus dueños.
Esta magnífica asamblea atravesó toda la ciudad al paso y en buen orden, para llegar al Castillo de Windsor, situado a vente millas de Londres. A pesar de esta distancia, una parte de la población la acompañó, corriendo a través de los campos, mientras el cortejo iba por la carretera.
El Rey había previsto esta concurrencia y, además del espacio de las tiendas reservadas para los caballeros, había hecho construir una especie de campamento donde podían alejarse bien diez mil personas.
Combatiente en Kaltenberg |
Se llegó a Windsor con noche cerrada, pero el castillo estaba tan bien iluminado que parecía un lugar de hadas.
Por su lado, las tiendas estaban dispuestas como las casas de una calle; solamente entre ellas ardían antorchas colosales que difundían una luminosidad comparable a la del día, mientras en las cocinas, dispuestas de trecho en trecho, se veía un sinnúmero de asadores y de servidores ocupados en detalles que no eran desprovistos de encantos para paladares que habían cabalgado desde el mediodía.
Cada uno procedió a su instalación, después a la cena. Hasta las dos de la madrugada la noche estuvo llena de tumulto y de exclamaciones alegres.
Por vuelta de aquella hora, el barullo disminuyó gradualmente en las tiendas y en el campamento, mientras las ventanas del castillo se apagaban una después de las otras.
Y todo entró en el reposo y en la obscuridad. Pero esta tregua en las alegrías no fue de larga duración.
Al despuntar el día, cada uno se fue despertando y preparando el espíritu; primero el pueblo, que no sólo debía ser el menos bien instalado, sino que aún recelaba no haber suficiente lugar.
Sin tomar tiempo para desayunar, cada uno fue llevando en los bolsos la provisión de la jornada. Toda esta multitud se escurrió entonces por las porteras y se esparció como un torrente en el espacio raso que se le había destinado entre la arena y las graderías. Sus temores eran fundados.
Continúa en el próximo post
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