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lunes, 10 de noviembre de 2014

En los monasterios: escuelas gratuitas para niños de todas las condiciones


Fuera del mundo secular, un espacio social lentamente impuso una nueva perspectiva a la educación infantil: el monacato.

Los monjes crearon verdaderos “jardines de infancia” en los monasterios, recibiendo indistintamente todos los niños entregados, vistiéndolos, alimentándolos y educándolos, en un sistema integral de formación educacional.

Las comunidades monásticas célticas fueron las que más avanzaron en ese nuevo modelo de educación, pues se oponían radicalmente a las prácticas pedagógicas vigentes de las poblaciones bárbaras, que defendían el endurecimiento del corazón ya en la infancia.

Por el contrario, en vez de brutalizar el corazón de los niños para la guerra y la violencia, los monjes lo abrían para el amor y la serenidad.

Los niños eran educados por todos en el monasterio hasta la edad de quince años. La Regla de San Benito prescribe diligencia en la disciplina: que los niños no sean castigados sin motivo, pues “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan”.


El sistema medieval y monástico preveía la aplicación de castigos. En la Biblia hay pasajes sobre los castigos con vara que deben ser aplicados a los hijos; en la Regla de San Benito hay varios pasajes (castigo con ayunos y varas, golpes en niños que no recitaren correctamente un salmo), y ese punto fue muy destacado y criticado por la pedagogía moderna, que, entretanto, no llevó en consideración las circunstancias históricas de la época.

Naturalmente eso se debe a un anacronismo y preconcepto que no condicen con la postura de un historiador serio. Basta buscar en los textos de época que vemos la felicidad de los egresados de los monasterios por el hecho de haber sido amparados, criados y educados.

Al recordarse del monasterio en donde pasó su infancia, San Cesario de Arles (470-542) dice:

“Esa isla santa acogió mi pequeñez en los brazos de su afecto. Como una madre ilustre y sin igual y como una ama de leche que dispensa todos los bienes, ella se esforzó para educarme y alimentarme”.

A su vez, Walafried Strabo (806-849), entonces joven monje, nos cuenta en su Diario de un Estudiante:

“Yo era completamente ignorante y quedé muy maravillado cuando vi los grandes edificios del convento (…) quedé muy contento por el gran número de compañeros de vida y de juego, que me acogieron amigablemente. Después de algunos días, me sentí más cómodo (…)

“cuando el escolástico Grimaldo me confió a un maestro, con el cual debía aprender a leer. Yo no estaba solo con él, sino que había muchos otros niños de mi edad, de origen ilustre o modesta, que, entretanto, estaban más adelantados que yo.

“La bondadosa ayuda del maestro y el orgullo, juntos, me llevaron a enfrentar con celo mis tareas, tanto que después de algunas semanas conseguía leer bastante correctamente. (…)

“Después recibí un librito en alemán, que me costó mucho sacrificio para leer, pero, en cambio, me dio una gran alegría…”

Esos son apenas dos de muchos ejemplos que cuentan la felicidad y la alegría que los medievales sintieron con el hecho de haber tenido la suerte de ser acogidos en un monasterio.


(Fuente: Ricardo da Costa, Profesor Adjunto de Historia Medieval de la Universidad Federal de Espíritu Santo. Home-page: www.ricardocosta.com riccosta@npd.ufes.br. Texto completo e Manía de História).


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